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Silvia Olabarría

Bilbao, 1974

Silvia Olabarría entiende la pintura como un ejercicio en el que los signos, señales, manchas y marcas se enfrentan entre sí, buscando un resultado plástico que genere una emoción estética profunda, un lugar y tiempo donde estar mientras se mira un cuadro. Aparentemente contradictorio según la tradición que afirma que lo figurativo es lo contrario a la abstracción, los elementos que conforman sus obras tienen a veces características de ambas. En sus obras participan lo mecanizado e industrial, tanto como lo orgánico; los trazos improvisados se entremezclan con lo imaginado y controlado. Lo vulnerable y frágil de las siluetas en papel frente al gesto melodramático del corte láser.

En el último tiempo, ha fortalecido un lenguaje personal en torno al proceso, que se ha servido de técnicas y herramientas para ensancharlo, haciendo de ello el principal personaje del cuadro, convirtiéndolo en visible. El fin último –la forma, o el resultado plástico–, es algo que se va encontrando, a veces en el terreno de lo incierto, en la práctica de la duda. Últimamente interesada en los vacíos, en los fragmentos y en lo que se cubre y hace imposible ver todo el campo de la imagen, cuando usa plantillas, hace de la interrupción un elemento esencial.

La capacidad de recomponer y una especie de cualidad negativa, como de borrado del espacio en blanco, trae al primer plano las acciones más performativas y de improvisación de la pintura. Esa que le une a la tradición más gestual del expresionismo abstracto (Erased de Kooning, cuadro de Robert Rauschenberg). También mira a las vanguardias y al cubismo y sus experimentos, incluidos en las habitaciones de Kurt Schwitters. Y a la vez a la pintura más contemporánea que, con actitud crítica, introduce en el medio pictórico la estética de lo extraño, “tonto” o irónico como Laura Owens, Amy Sillman, Charline von Heyl o Jacqueline Humphries.

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